Vigo. Teatro A Fundación. 4-XI-2018. Verdi, Macbeth. José Antonio López, Maribel Ortega, Felipe Bou, Eduardo Sandoval, Pablo Carballido, Marina Penas, Pedro Martínez Tapia, Sara Cayetano Sío, Lucas López López. Dirección musical: Diego García Rodríguez. Dirección de escena: Ignacio García.
La Asociación Amigos de la Ópera de Vigo ha cumplido sus primeros 60 años. Con tal motivo organizó este año una “temporada” que, dentro de su modestia, tenía cierto lustre, con dos óperas en cartel: El Holandés errante de Wagner en versión de concierto, de la que se hablaba en esta sección hace unas semanas (que se hizo en colaboración con la Orquesta Filharmonia de Galicia y se pudo escuchar asimismo en Santiago), y este Macbeth representado, que nos ha ofrecido cosas de interés y que revela que con escasos medios puede alcanzarse una innegable dignidad. Sobre todo si consideramos la dificultad que entraña la puesta en pie de esta obra verdiana de transición (1847), tan original en muchos de sus planteamientos.
No es fácil encontrar hoy un barítono que encarne con propiedad, medios, solvencia y seguridad una parte como la protagonista, que requiere una voz plena y sonora, de tinte a ser posible oscuro, dramático o cercano a esa calidad. Es un papel incómodo, no siempre lucido, que pide concentración, facilidad para el recitado y para el claroscuro, amén de sentido de la frase y conocimiento del cantabile verdiano. Lo hemos encontrado en buena medida en el murciano José Antonio López (1973), antiguo alumno de Ana Luisa Chova, que nos ha sorprendido por la forma en la que ha conseguido meterse en el atribulado, dubitativo e inseguro personaje, que estrenara en su día el gran Felice Varesi. De seguro que sus conversaciones con el director de escena Ignacio García, que tan bien conoce el texto y la música, le han facilitado la labor.
El timbre de este barítono es noble, el metal, bien dotado de armónicos, la extensión, suficiente. Trabaja, a partir de un centro lustroso y con cuerpo y unos graves suficientes y bien coloreados, una zona superior a veces algo justa, que él, con estudiada técnica, sabe enderezar con maña, abriendo el sonido, a veces hasta el mi, con apreciable peligro de llegar a la aspereza pero sin perder nunca el fulcro de la emisión canónica, que, curiosamente, sabe reconducir, en pasajes más pianos, hacia una posición más alta y una sonoridad más cupa y timbrada. Construye una línea de canto coherente y expresiva, con instantes de fuerte tono dramático, apreciados en sus variadas frases a lo largo de la escena de las apariciones y en algunos de los sinuosos diálogos con su esposa. Cantó con solvencia y excelente línea la famosa aria Pietà, rispetto, amore, donde mantuvo el apoyo incluso en las peligrosas ascensiones al agudo, fa y sol bemol nada fáciles. No cantó —no se hace siempre— el aria del moribundo, Mal per me che m’affidai. Artista versátil y honrado (que a los pocos días interpreta, en Salamanca, nada menos que Winterreise de Schubert).
Maribel Ortega se presentaba después de su excelente actuación como Senta en El Holandés errante, una parte que va bien a sus medios. Mejor que la de Lady, que necesita, para ser rigurosos, una soprano dramática de agilidad o algo parecido. El buen centro y el fácil y corpóreo agudo de la soprano jerezana, que es una lirico-spinto, brillaron también aquí, pero apreciamos su menor entidad en la zona grave, a veces con sonoridades abiertas, y su relativa destreza en la coloratura, tan exigente en este papel, lo que deslució alguna de sus intervenciones, así las dos cabalettas y ciertas partes de Una macchia è qui tuttora —cerrada con un deficiente re bemol 5— y de La luce langue. Esta última, no obstante, fue bien delineada y dicha en su primera mitad, de aire más recitado. Mantuvo tensos diálogos con López.
Felipe Bou, uno de los pocos bajos auténticos que hay en España—por lo que extraña que no cante más y no incorpore partes más protagonistas— hizo un muy plausible Banquo, matizó como un maestro, se asentó con desparpajo en la franja inferior, dijo con propiedad y dibujó su aria Come dal ciel precipita con elegancia, rematando con un lustroso fa agudo. Eduardo Sandoval es un tenor diríamos que lírico-spinto, de aguerrida emisión, de agudo contundente y rotundo, al que llega luego de un pasaje de registro muy ostensible. Frasea con naturalidad a falta de una mayor prospección de calidades más líricas y de un grado de matización y variedad dinámica. Pudo ser más fino en Ah, la paterna mano, desarrollada con un apreciable vibrato. Cumplió perfectamente Pablo Carballido, tenor más ligero y conocedor, que hizo un animado dúo con el anterior. Muy bien en sus breves intervenciones Marina Penas, soprano lírica con hechuras, que mantuvo el tipo en las notas altas del gran concertato que cierra el acto primero. Discreto, con voz sonora, el bajo-barítono Pedro Martínez Tapia. Y bien, con su voz de niña, la Aparición de Sara Cayetano Sío.
En el foso se lució Diego García Rodríguez, director enjuto, de pequeña estatura, pero ágil, móvil, que bate con decisión en todos los planos, que fustiga si a mano viene y que trata de mantener, y lo consigue casi siempre, el tempo-ritmo verdiano, sin decaimientos ni elongaciones, sin transiciones lánguidas, con animado manejo de los llamados tempi di mezzo, lo que en ocasiones puede determinar una falta de cantabilità, de lirismo de buena cepa. En todo caso, la representación tuvo temperatura, episódicos fulgores y brío, con las respiraciones aparentemente más adecuadas, así en el mencionado y espinoso concertato del primer acto. Condujo con energía las partes más contundentes e hizo sonar con ciertas calidades tímbricas y empaste general a la joven Orquesta Sinfónica Vigo 430; y al muy estimable Coro Rías Baixas, cuyos miembros femeninos —en su papel de brujas— se movieron con facilidad y soltura por todo el escenario. Mantuvieron, como los hombres, más allá de episódicas faltas de empaste, de desajustes —apreciables en el tercer acto—, de pasajeros defectos de afinación, una insólita compostura; muy atentos siempre a la mano que empuñaba la batuta.
Queda por hablar de la puesta en escena. La verdad es que, para el criterio personal, es una de las menos afortunadas que le hemos visto a Nacho García, y le hemos visto ya unas cuantas. Tras las primeras escaramuzas parece ser que lo que se nos muestra en el espacio escénico creado por Alejandro Contreras es una suerte de morgue, en la que las brujas serían las limpiadoras. Aunque ese escenario no vuelve a aparecer hasta el tercer acto, en donde se ubican las camas de los moribundos, entre los que se sitúan los fantasmas de los ocho reyes. La aparición que vaticina el futuro del Macneth va ataviada con curiosas pelucas de muñeca barbie.
Nos gustaron algunas escenas bien movidas, donde se advirtió la mano del regista, como la que ocupa el segundo cuadro del segundo acto, en donde Macbeth queda obnubilado ante la presencia del fantasma de Banquo. Sin embargo, quizá por falta de tiempo de engrase —García hubo de ausentarse—, otras quedaron como a la intemperie. La más detonante fue la que cierra la obra, la de la batalla que acaba con el protagonista. El coro, se supone que formado por los soldados que mandan Malcolm y Macduff, permaneció inmóvil todo el tiempo en el fragor, con los cascos bajo el los brazos en una escenografía en la las camas en las que yacían los moribundos aparecían convertidas ahora en los árboles del bosque de Birman. El director de escena ideó un detalle sorprendente y rompedor: el uso de un revólver en manos de Macbeth y de su esposa. Una incongruencia posible, como tantas en cualquier ópera, aunque por los trajes y otros detalles aquella centre su acción en una época pretérita. Discutible al menos la presencia del cadáver del rey Duncan, semanas después de que se le haya asesinado, mientras Lady canta su soliloquio La luce langue. Un momento en el que tampoco debería estar presente su marido.